Más que una lágrima, lo que te recorre es un escalofrío cuando comienza la comparecencia del Kun Agüero para anunciar lo que ya sabíamos, porque lo primero que le sale decir es inconsolable. En un comunicado de cualquier deportista de élite que se retira, un grandísimo porcentaje de las veces se habla de una etapa finalizada: pongo punto y final a mi carrera deportiva; hoy digo adiós, me despido; termina hoy mi trayectoria profesional. Pero lo que le sale decir a Agüero como inicio es: “He decidido dejar de jugar al fútbol”. Y a la lona. Es una expresión llena de tristeza porque jugar al fútbol no es ninguna etapa; Agüero tiene que interrumpir algo que hubiera hecho toda su vida y que lleva haciendo toda su vida de forma literal, como si en lugar de morirse tiene que dejar de vivir, que es distinto y peor. Esa frase lo hace todo más difícil, también la labor de recordarle. Sí, el Kun, que tenía mejor sonrisa que regate, ha dejado de jugar al fútbol.
Hablamos de un talento al que compararon con Romario mientras debutaba en Primera y ha salido completamente airoso e impoluto de semejante carga. Fue tan bueno que la comparación se comenzó a olvidar porque aunque Agüero no era tan mágico sí era profundamente original. Echó a andar en Argentina y cuando ya gateaba se marchó a Europa en una de las decisiones previas a la llegada de Simeone más importantes que realizó el Atlético de Madrid en este siglo, siendo capaz de generar un ídolo de nuevo, de talla mundial, con el que ganó títulos y comenzó a olvidar el desastre y la melancolía. Aquella etapa en el Kun jugador forjó su personalidad. El club colchonero era un equipo mediano que le pedía a su ’10’ proezas llenas de magia y electricidad en los últimos 50 metros de campo, de esquina a esquina, como un cuadrilátero. En esa época, liderando el juego desde la inferioridad y las carencias, a Agüero le dio para chocar y tirar al suelo unas cuantas veces a Pepe o Puyol y prepararse para recoger los frutos tras tanta cabalgada y sobreesfuerzo. Era un genio generacional y no tardaría en merecer un colectivo de su misma velocidad.
Aquel era un fútbol donde los Eto’o, Shevchenko, Crespo o Van Nistelrooy darían paso a delanteros mixtos. Si uno recuerda aquel 2007, antes de que Messi y Ronaldo tiraran cualquier evolución por tierra, la carrera que hoy libran Haaland y Mbappé la libraban tres fenómenos que nada tenían que ver con el delantero goleador más común. Sergio Agüero, Karim Benzema y Alexandre Pato eran los tres grandes genios de la posición, con personalidad para marcar una hoja de ruta en el futuro de la misma. Para comprobar hasta dónde llegaría cada uno, el Kun cumplió una etapa en el Manzanares y se marchó al Manchester City. Y evidentemente, llegó tan lejos como podía. En el fútbol inglés había espacios pero al Kun lo iban a situar en los últimos 30 metros, emparejándolo con centrales grandes y pesados mientras castigaba la espalda de los mediocentros como un clásico enganche. Aquello era la bomba.
El Kun del City fue mejor incluso de lo que se esperaba de él porque se le pidió una responsabilidad acorde a su talento y él no se quedó nunca atrás. Ni un ápice. Cayó en un equipo aspirante a ganar la Premier y para eso le pidieron cifras goleadoras que sustentaran una carrera de fondo a 38 jornadas mientras dejaba destellos de talento para goce del Etihad. Deslumbró junto a Silva, Nasri o Negredo en el infravalorado City de Mancini, que dejó tardes fascinantes, con tramos de juego de enorme belleza y plasticidad. Había nacido una nueva era en Manchester y el Kun fue de los que más contribuyó a crearla. En cinco años enchufó goles de mil y una formas y certificó que era un elegido con o sin espacios, de cara o de espaldas. Seguramente se le quedó en el tintero más de una noche de Champions acorde a su estatus, pero el cuento ya estaba dibujado y coloreado. Agüero es uno de los más grandes delanteros de la historia de la Premier League.
Para talentos tan genuinos quizás deba dejarse para el final una especie de memorándum por si en el futuro quien no pudo disfrutarlo no tiene acceso a las imágenes y sólo queda lo escrito. Sergio Agüero era un cuerpo expresando la tantas veces manida historia de que se vive como se juega. Le quemaba algo dentro que no tardaba en sacar a través de su relación con el balón transmitiendo al espectador que algo, siempre, podía pasar. Tenía esa improvisación de los grandes, desplegada a través de movimientos intransferibles: su doble recorte, sello único; su desmarque entre central y lateral izquierdo rival, chocando con el primero sin que éste pudiera rozar el balón antes de definir; y el último toque, delicado entre carreras y choques de pura potencia. Jugaba como los ángeles pero casi por encima de eso, era un definidor extraordinario, tan creativo como contundente. Todo eso y más era el Kun Agüero, papá.