«El día en que Ricardo Enrique Bochini anunció su retiro, un murmullo sordo recorría la Doble Visera de cemento como un pájaro de mal agüero. ¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿A quién le vamos a dar la pelota? ¿A quién le vamos a gritar ‘Dibuje, maestro’? Se nos va a desteñir el paladar, nos vamos a volver comunes y corrientes. El hincha de Independiente no quiere ser común y corriente. Ningún hincha quiere serlo. Y apareciste vos, Palomo. Flaco como un jabirú, inquieto en el banco. Y no te tuvimos que dar la pelota, vos solito la pediste. Y no tuvimos que adivinar el dibujo, vos solo marcaste el paso. Y te amamos desde el primer día…»
Fragmento del documental «Palomo».
El hincha del fútbol es un enamorado, y atesora este adjetivo porque existen jugadores capaces de hacerlo sentir de esa manera. Son ellos, al final, los dueños del juego, los protagonistas y los seres capaces de modificar estructuras, contextos y situaciones de una institución deportiva, a la vez que estados de ánimo y circunstancias personales de los individuos fanáticos del deporte. Y Albeiro Usuriaga fue uno de ellos.
El Palomo nació el 13 de junio de 1966 en Cali, Colombia. Su infancia, como la de otros tantos íconos latinoamericanos, estuvo marcada por la inexorable necesidad de salir a trabajar y ganarse la vida desde muy chico. Sus días comenzaban y finalizaban vendiendo periódicos en las calles de su barrio para acopiar algunas monedas, y su pasatiempo predilecto era jugar al básquet imitando a su máximo ídolo: Michael Jordan. Sin embargo, desde la vez que acompañó a unos amigos a realizar pruebas en las instalaciones del América de Cali, su relación con la pelota de fútbol fue inseparable. Pidió experimentar, recibió unos botines prestados, maravilló a los entrenadores y a partir de allí comenzó su historia.
Con veinte años debutó en el primer equipo de América de Cali. ¿A qué se debe su apodo? Una de las historias argumenta que, en uno de sus primeros partidos, fue escogido como la figura y como premio obtuvo un canje de ropa en una reconocida tienda colombiana. Se dirigió al negocio caminando: no le alcanzaba para pagar el autobús. Y al llegar no pudo fijarse en otra cosa más que en aquel centellante traje blanco que asomaba en el exhibidor. Regresó al barrio y sus amigos, estupefactos con su nueva indumentaria, lo titularon “El Palomo”. La particular denominación lo acompañaría por el resto de su vida.
Todo genio tiene sus singularidades, y Usuriaga tenía las suyas: hablando de lo estrictamente futbolístico, su habilidad técnica, potencia y zancada sobresalían entre los jugadores de su alrededor. Además, tenía un poderoso remate con el que rompía las redes rivales con una naturalidad digna de videojuego. Quizá sus principales fortalezas hayan sido la gambeta, la facilidad con la que desparramaba oponentes en el último tercio del campo, su privilegiado control de pelota y la agilidad mediante la cual se desprendía de los defensores con un único objetivo final: que el equipo contrario sacara del medio. Su velocidad en la conducción lo convertía en una amenaza letal a la hora de atacar los espacios, y siempre sacaba provecho de su avasallante capacidad para detectarlos y penetrar cada zona. Pero estos atributos abultaban todavía más su figura considerando su distintivo aspecto físico: medía un metro noventa y dos centímetros, su cabello estaba recogido por voluminosas trenzas y dos extensas piernas sostenían su imponente silueta. A simple vista, cualquiera afirmaría que se trataba del clásico delantero de área, engorroso con la pelota en los pies y más bien destinado a la ardua tarea de disputar duelos con los defensores contrarios. Pero el Palomo era todo lo contrario, un artista con el balón cuya imagen era fervientemente perseguida por los ojos de cada uno de los espectadores. Un futbolista seductor.
En lo que respecta a su carrera, tuvo varios pasos efímeros por diversos clubes. De América de Cali pasó a Deportes Tolima en 1987, a Cúcuta Deportivo el año siguiente y aterrizó en Atlético Nacional en 1989. Destacó especialmente esa temporada, en la que los verdolagas ganaron la Copa Libertadores de la mano de Francisco Maturana y un plantel lleno de futbolistas maravillosos en el que también militaba René Higuita. Usuriaga fue imprescindible ese curso para la obtención del título, tanto en la semifinal anotando cuatro goles frente Danubio como en la final poniendo el gol del empate ante Olimpia y forzando la definición desde el punto penal. Luego de esta etapa exitosa probó suerte en España vistiendo la camiseta del Málaga en 1990, pero su aventura no acabó como esperaba y decidió regresar a América de Cali, donde fue figura los tres años posteriores, siendo subcampeón y campeón en 1991 y 1992 respectivamente. A su vez, había sido convocado a la selección colombiana para disputar la clasificación al mundial por repechaje en Barranquilla, y fue el ídolo del país anotando el único tanto, ante Israel, que llevaría al seleccionado a una Copa del Mundo por primera vez en veintiocho años. Pero recién luego de esta gesta se avecinaría la mejor etapa de su carrera como futbolista.
El club en el que más destacó fue Independiente de Avellaneda. Justo tres años antes de su arribo a Buenos Aires, el auténtico maestro y máximo ídolo histórico de la institución, Ricardo Enrique Bochini, había oficializado su retiro del fútbol profesional tras setecientos catorce partidos haciendo magia con la camiseta del Rojo. Los exigentes hinchas de Independiente, acostumbrados a una época de gloria en la que ganaron cuatro Copa Libertadores y dos Intercontinentales, estaban viendo cómo la persona más influyente de su historia colgaba los botines. Pero entonces llegó el Palomo e ideó una mezcla perfecta entre genialidad dentro del césped y carisma fuera de él, a partir de la cual se ganó el corazón de la gente y un lugar en las páginas doradas del club. Esa temporada fue de ensueño: bajo la dirección técnica de Miguel Ángel Brindisi, el equipo conquistó el Torneo Clausura de 1994 y la Supercopa Sudamericana, y al año siguiente la Recopa Sudamericana en Japón. La obtención de los tres títulos no podría comprenderse sin la figura del talentoso colombiano, que sedujo a la Doble Visera con sus goles, gambetas y arrancadas.
Duró poco aquella primera experiencia en Argentina. Tuvo pasos breves por Necaxa, Barcelona de Ecuador y Santos, para retornar a Independiente en la campaña 1996-97, que quedó marcada por dar positivo en consumo de cocaína. Fue sancionado por dos años por la AFA, en los que regresó a su país para jugar en Millonarios y Atlético Bucaramanga. “Todos hemos cometido errores. Nunca fui adicto, fue un problema que tuve. Fueron las ganas de probar y justo me tocó el control antidoping. Fue la única vez que consumí. No me sentí apoyado, pero me ayudaron Maradona, Caniggia y el ‘Cabezón’ Ruggeri», declaró en su momento.
Tal y como las personas, cuando estamos a la deriva, no encontramos mejor remedio que regresar adonde fuimos felices, para los futbolistas —esos seres para con los cuales a veces pecamos creer que no son humanos— la situación es idéntica. El Palomo Usuriaga no fue la excepción, pero no podía tornar a la vida de jugador de otra manera que no fuese revolucionando al entorno futbolístico argentino. Su destino fue General Paz Juniors, un modesto club de la provincia de Córdoba que en ese entonces militaba en la Tercera División. Su arribo fue rejuvenecedor para la institución, y le bastó una temporada para convertirse en ídolo y conseguir el primer ascenso de la historia del club a la Primera B Nacional. Después de la aventura, tal y como demandaba su carrera, pasó por otros tres equipos: All Boys en Argentina, Sportivo Luqueño de Paraguay y Carabobo de Venezuela. Con treinta y siete años, su deseo era ponerle fin a su vasto trayecto deportivo en el fútbol chino.
Corrían las 19:20 horas del 11 de febrero de 2004 y Albeiro Usuriaga se encontraba en un negocio de juegos al azar y venta de bebidas ubicado en su querido barrio de la infancia. El ensordecedor ruido de una motocicleta aturdió a los presentes, que disfrutaban de una cerveza mientras jugaban a las cartas. Un individuo bajó del vehículo y disparó varias veces a la silueta del futbolista, terminando con su vida. Pronto, un tumulto invadió la zona, aparecieron la policía y la ambulancia. La enfermera consultó si alguien conocía al hombre que yacía en un charco de sangre. Entre la multitud se escuchó un grito: “¡Albeiro! ¡Es Albeiro!”. Y el Palomo volaría para siempre.