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Eduardo Coudet aterrizó en Balaídos y revolucionó el fútbol de España desde el primer día. Lo recibió un equipo partido, que derivaba en un mar de incertidumbre —cuya procedencia podría explicarse a partir de la marcha de su compatriota Eduardo Berizzo en 2017—, y concluye el curso 2020/21 como octavo clasificado habiendo transformado al Celta de Vigo en uno de los conjuntos más reconocibles del campeonato español: vértigo, intensidad, agresividad e idea inmutable. En perspectiva individual, quizá la hazaña más valiosa de esta primera experiencia europea del técnico argentino haya sido impactar en la vida futbolística de Denis Suárez actuando casi como salvavidas. Y es que el Chacho ha devuelto a un futbolista frustrado y aburrido de su propia producción aquellas sensaciones a menudo saboreadas en la infancia y en los primeros contactos placenteros con la pelota: la felicidad al tocar el esférico. Ese reintegro a la satisfacción, al deleite y al sentimiento de gozo capaz de alterar carreras completas y de variar destinos, modificar escenarios y terminar de forjar jugadores de fútbol que cautivan al espectador.

Jugando prácticamente como armador de juego en ese 4-2-2-2 plasmado por Coudet en el que posteriormente fluyen hombres en la cancha, Denis se encarga de ser el lazo, el vínculo, el conector idóneo para que las posesiones del Celta acaben representando una amenaza para el adversario. Su obsoleta versión de aquel mediapunta errante, malgastado, perdido y desconectado del juego ha metamorfoseado sorpresivamente hacia este jerarca y mandamás de los ataques de un conjunto que, disponiendo ya de efectivos con las tareas y cargas tan ordenadas y específicas, demanda una figura de gerente del juego capaz de intervenir asiduamente, gestionar el ritmo del partido, proporcionar una esencial cuota de pausa sin prescindir de verticalidad y de incorporar al resto de las piezas afiliándolas y anexándolas sin exclusión, siempre razonando y proyectando a nivel colectivo sus ideas con la voluntad de ser productivo sin privarse de la agradable dosis de diversión y júbilo que ha logrado experimentar esta temporada. Es una función increíblemente expuesta y compleja, que requiere de un extenuante trabajo y supone un riesgo mayúsculo para el conjunto. Pero Suárez ha demostrado ser el hombre apto para desarrollarla.

Poco se considera el exhaustivo y maduro trabajo de este regenerado Denis Suárez sin pelota. En materia de movimientos y desmarque, su aporte también es superlativo y en el campo es evidente el progreso a nivel de asimilación de conceptos e inteligencia táctica. Ofreciéndose siempre como receptor a cualquier altura pero con un peso titánico en la base, se muestra enérgico antes de entrar en contacto con el balón y sus acciones, siempre cargadas de intención, dan la sensación al poseedor de que pretende ser partícipe de las jugadas e intervenir activamente en la circulación, brindando un dinamismo notable a las tenencias y dando sentido a cada uno de sus toques.

Pues este es Denis Suárez hoy. Un futbolista totalmente antagónico e incompatible con aquel que supo trastabillar en cinco ciudades diferentes para acabar retornando a aquella que le vio nacer y, a partir de los tres años de edad, disfrutar en el Porriño Industrial Fútbol Club, para en 2009 dar inicio a su etapa de formación en el Celta de Vigo. En la actualidad, saca a relucir gestos que lo delatan antes, durante y después de entrar en contacto con el cuero, su principal obsesión. Así se desenvuelve, sediento de participación y ávido de influencia, respaldado en el banco de suplentes por un perspicaz entrenador que advirtió desde el primer entrenamiento que aquella capacidad y talento asociativo debían aprovecharse de tal forma que los comportamientos del equipo marchasen al compás de sus intenciones. En definitiva, Denis hoy es… el chico que pide la pelota. Como si estuviera en la calle.

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