Argentina ha dado el penúltimo paso. El equipo se desinfló mucho antes de lo proyectado, cedió la iniciativa a Colombia una vez anotó Lautaro Martínez a los siete minutos de juego, padeció el empate y el envión anímico de los de Reinaldo Rueda hasta que se dispuso a atacar otra vez, encariñándose con el notable ingreso de Ángel Di María y situando nuevamente a los colombianos contra sus vallas, aunque no pudo sellar la superioridad de la última media hora en el resultado y sufrió cada contragolpe comandado por los veloces Luis Díaz y Yimmi Chará. Y en cada hogar argentino se sintió que tal vez el sueño, en la tanda de penales, podría llegar a su fin. Hasta que la viveza, astucia y habilidad de un mítico Emiliano Martínez cerraron las puertas del Maracaná a la perseverante y batalladora selección colombiana, y las abrieron para una Argentina cuyo grupo se ha afianzado como nunca… y que dispone de un petiso cabecilla, que enternece y cautiva un poco más que en cualquier otro instante de su gloriosa trayectoria.
Quizá, a nivel estético y mental, este sea el mejor —y más emocionante— torneo de Leo Messi con la selección argentina. Por actitud, pero también por creatividad. Por liderazgo, pero también por ingenio. Ha sido una exhibición constante de gambetas, controles orientados, arrancadas y pases filtrados. Goles y asistencias. Una nueva demostración de que sus sutilezas y gestos son frutos de la inagotable imaginación de un genio que, en plena reconstrucción de su carrera, todavía siente que juega en la canchita del barrio, con las piernas embarradas, en compañía de sus amigos del potrero. Se trata de una versión mágica, madura y original que el fútbol nos obsequia en el melancólico ocaso de su carrera.
Lo más sorprendente de este Messi es que, con treinta y cuatro años y a pesar de no haber conservado, por cosas de la naturaleza, esa punta máxima de velocidad y ese ágil cambio de ritmo que lo caracterizó a sus veinte, siga siendo capaz de mantenerse de pie, estable, clavado contra el suelo o en galope sostenido mientras por detrás intentan pescarlo con violencia, o por delante se impone algún leñazo traicionero que, de manera irremediable, frena el juego y es debidamente sancionado. Se ha adueñado del equipo, como lo hizo en general a lo largo de su trayectoria en el seleccionado, pero da la sensación de que esta vez lo siente como suyo propio. Más que nunca. Compromiso y lealtad al máximo. Un liderazgo desde dentro, demostrando que a veces no es necesario levantar la voz sino que, con superdotados como él, solo hace falta pedir la pelota, encarar y tomar la responsabilidad.
«No termino de comprender cómo son sus tiempos de recuperación» señala Hernán Crespo en una columna para La Nación dedicada a Messi. Y es que el número diez de la selección argentina ha jugado cada minuto de los seis encuentros disputados por el equipo. Puede que, humanamente, este sea un factor perjudicial para la lucha física y de intensidad que representará la final en el Maracaná este sábado. Brasil es un conjunto enérgico y atlético, exigente como pocos con el rival en dicho apartado y, desde luego, consciente del desgaste físico argentino. Sobre todo, conocedor de que aquel despiadado planchazo de Frank Fabra a los tres minutos de iniciada la segunda mitad dejó el tobillo de Leo poluto de sangre. Fue evidente la dolencia y sus compañeros lo sintieron… pero él, como no podía ser de otra forma, siguió. Como si estuviera en el potrero, lleno de barro, cuando las patadas no cuentan, los malestares son accesorios y los ojos van hacia la pelota. Porque sabe que la chance, en Brasil y ante Neymar, es única.
«Lo que más quiero es ganar algo con la Selección«.
Lionel Messi, tras vencer a Colombia y avanzar a la final de la Copa América.