España vive en una endémica guerra de trincheras entre Barcelona y Real Madrid. De ellos nacen y fluyen dos corrientes futbolísticas antagónicas que lo barren y cubren todo. El triunvirato Eurocopa-Mundial-Eurocopa elevó y categorizó una forma de pensamiento, pero no bastó para que, año tras año, lista a lista, cada uno vuelva a su pertinente trinchera y se lance a por el otro. España es un país en el que ni la selección es capaz de unir. Justo en el centro radica la inabarcable figura de Luis Enrique; si quieren establecerse relatos, estos tienen que pasar por encima de su personaje.
Enero de 2015, Anoeta. Luis Enrique, entonces entrenador del Barça, sale ante la Real Sociedad dejando en el banquillo a Messi, Neymar, Alves o Piqué. El equipo se acercaba al punto de no-retorno, solo unos meses antes de ganar el triplete. Luis y Leo tuvieron una discusión días antes en un entrenamiento y la fricción entre ellos se alargó. Pero es Luis Enrique y sus consecuencias: la estrella al banquillo, la vida sigue. El episodio de San Sebastián fue uno más -el terremoto terminó con Andoni Zubizarreta-. Años atrás, como jugador, Luis no titubeó al mostrar su nueva camiseta azulgrana al marcar en el Santiago Bernabéu. El seleccionador se siente cómodo cuando le colocan contra las cuerdas. Él nunca se sentirá allí por lo que se pueda decir, sino por lo que dictamine el fútbol sobre el verde. Vive en una burbuja de la que solo sale para defender a sus jugadores. En su búnker no hay espacio para debates interesados, se encarga de destrozarlos todos: que si faltan jugadores del Madrid, que si Gavi solo es un niño, que si la presión, que si jugar sin delantero. Y los que vendrán.
La selección lleva más de una década afianzada a un marco mental muy concreto, realizando un ejercicio pedagógico en el que explica por qué importan los porqués. El periodo 2008-2012 alzó el vuelo de la mariposa, por convicciones futbolísticas y por las condiciones de los jugadores; la España de los bajitos. Barça y la selección nacieron en el mismo momento de éxtasis. En la otra cara de la moneda, la historia ganadora del Real Madrid justifica el otro camino, otro modelo. Es uno de los pocos clubes en el mundo que puede destrozar aquello de si no sabíamos por qué ganábamos, cómo vamos a saber por qué perdemos. Futbolísticamente, en España conviven esas dos corrientes que lo inundan todo. El debate lo eleva Luis Enrique por ser quien es, aunque acalle dudas confiándole un Mundial a un niño de 17 años, a dos centrales zurdos, a un Pablo Sarabia abandonado en Portugal o un delantero que la temporada pasada goleaba en Segunda División.
Luis Enrique es un seleccionador con pasaporte de entrenador. En una lista, aunque pueda parecer contradictorio, no siempre están los mejores de cada puesto. Van los que mejor se adecúan a una idea. Y en el mundo de las ideas de Luis Enrique no se comprende cada convocatoria como una final, sino como parte de un proceso. En su día, Diego Llorente acompañaba al equipo incluso estando lesionado, ahora Eric Garcia lo hace a pesar de estar pasando por una etapa complicada. A media España le cuesta creerse el Trust the process porque, como en su día dijo Luis Aragonés, lo importante es “ganar, ganar y volver a ganar”.
El fútbol es como un skatepark, el resultado lo marcan los extremos. Las áreas no son el termómetro, son las que determinan el éxito. Pocas selecciones pueden discutirle a España su dominio entre portería y portería –dictadura de lo superficial, pensarán algunos-, pero es al inicio y final del camino donde España tiene menos talento individual para marcar la diferencia. El constante bombardeo entre trincheras hace del camino un sendero difícil de disfrutar, convierte el resultado en el único punto de apoyo en la historia, en el relato. Nunca antes fue tan fácil fracasar.