En la pintura, como en cualquier otro campo artístico que invite a la imaginación, los caminos son inescrutables y lo que hoy se siente latente mañana desaparece. En el caso concreto del fútbol, y más profundamente en Champions League, y todavía más si cabe tratándose del Atlético de Madrid jugando de local, la ausencia de público provoca situaciones extrañas. El partido que tantos otros años ganaba por obra y gracia de Simeone, esta temporada lo ha terminado perdiendo por obra y gracia de un Olivier Giroud instalado en el Olimpo de lo visual. Porque el partido iba dirigido a hacer de la eliminatoria un trámite duro y costoso para los ingleses, y en gran parte estaba bien enfocada, pero el francés respondió con un gol fuera de lo común en el que sería uno de los pocos errores defensivos del Atlético durante el encuentro.
Como es natural en Simeone, el hecho de afrontar una eliminatoria a ida y vuelta contra un rival difícil merece una idea de partido muy particular y bien definida. En este caso, partiendo de la premisa clara de que su rival iba a llevar la iniciativa del juego, el argentino dispuso de inicio un 5-4-1 sin balón, buscando la solidez en bloque bajo. Dentro de él, además, desarrolló un plan exclusivo para frenar las incorporaciones de Marcos Alonso en el lado débil del ataque rival. El carrilero español, que ha vuelto a las titularidades desde que aterrizara Thomas Tuchel en Londres, sería perseguido por un Ángel Correa que empezaba replegado como extremo del sistema inicial, pero terminaría incrustado como “segundo carrilero derecho” en la línea defensiva. El objetivo, claro y conciso: ser la sombra del español y evitar que pudiera atacar el lado ciego del último defensor rival (en este caso Marcos Llorente).
No obstante, de este seguimiento defensivo, que a su vez derivaba en una disposición totalmente novedosa en última línea (el esquema pasaba al 6-3-1), se derivaron otros tantos comportamientos en el Chelsea: Timo Werner, que empezaba fijando al propio Llorente, pudo explotar en varias ocasiones los espacios que concedía Correa en el sector derecho del centro del campo colchonero cada vez que se incorporaba a la línea defensiva. Podía ofrecerse, podía girar y podía encarar: la marca de la casa. También Kovacic pudo activarse más en conducción, como si le hiciera falta un contexto mejor para sentirse potenciado. Y, aun así, el Chelsea pudo atacar, pudo dominar con balón, pero nunca pudo llegar de forma clara a las inmediaciones de Oblak. Por dentro, por derecha o por izquierda, las entradas estaban bloqueadas para cualquier acceso.
En este escenario, el Chelsea buscó y encontró otras formas de ventaja para intentar desarbolar lo que estaba siendo un bloque rival férreo. Las espaldas de Thomas Lemar se inundaron de balones al espacio para Hudson-Odoi, que podía desequilibrar en ambos sentidos o buscar la ruptura, pero nunca internarse en el área. Los apoyos de Olivier Giroud dejaron de cara a cercanos e incluso activaron terceros hombres para facilitar progresos, pero todo el juego se diluía en la frontal, como una cascada vista desde arriba. Incluso también probó con un muy lúcido Mason Mount, que sigue con su habitual espectáculo futbolístico de cada fin de semana, ahora trasladado a la jornada intersemanal. Europa merecía conocer la magnitud de este talento, aunque éste no era el día para dejar su sello en forma de gol (a pesar de su enorme actuación entre líneas, significando tres cuartas partes del ataque blue).
Finalmente tuvo que ser él, Olivier Giroud, quien salvase las papeletas y pusiese por delante al Chelsea. Fue en el 67’, tras un mal despeje de Mario Hermoso, que dejó el balón levitando en el área con un acróbata a sus espaldas. Y allá que fue el ariete sin pensárselo, girando la cabeza levemente e identificando el esférico volador. En el aire se mantuvo, exigiendo su pirueta, y el francés respondió de la única forma que podía hacerlo: con una chilena. En cierto modo, el fútbol también guarda su parte de justicia. Quizás el Atlético de Madrid hubiera podido aguantar el resultado con el calor de su público, pero éste no hubiera podido resistir nunca la tentación de aplaudir o guardar silencio ante la obra de su verdugo.