Estadio Olímpico Nilton Santos, segunda jornada de la Copa América 2021, Brasil y Perú, Tite y Gareca. Lo de Neymar el jueves por la noche fue un reencuentro con la calle. Fueron cuarenta y cinco minutos, y muy probablemente más, que lo reafirman como el último abanderado del talento sudamericano, como la última gran expresión de fútbol en su estado más genuino y auténtico. Porque hizo lo que en esta época poco se hace; lo que el fútbol de los últimos años prohíbe para que un equipo y un entrenador sientan que pueden ser exitosos.
El jueves, a Neymar no le importó el planteamiento de Tite —tan criticado a causa de sus diferencias con la cultura e idiosincrasia futbolística brasileñas— ni el por momentos soporífero control de la pelota de su equipo, ni el estado del campo de juego —aunque tras el partido se quejase de este frente a las cámaras—. Actuó con una libertad suprema guiando los ataques de Brasil, direccionando el juego desde la medular, con elegancia, hacia donde su inspiración le dictaba al instante, improvisando como Hermeto Pascoal y trayendo a la memoria las escenas de aquellos futbolistas que simplemente jugaban a la pelota, como en el barrio, olvidándose de la coyuntura y del sistema, y divirtiéndose mientras de manera maquinal divertían al resto. Volvió a demostrar que sigue siendo el máximo representante de la escuela carioca y su esencia en tiempos de fútbol poco creativo; —más posicional y estricto en funciones y tareas específicas— casi el único que rompe sistemas propios para beneficiar su conjunto y, sobre todo, uno de los pocos que inventa sobre la marcha. Un regalo para los espectadores.
Decía Pablo Aimar que el fútbol es mucho de imaginación. Neymar encarna en sus raíces —como cuando labró sus habilidades con puerilidad en Vila Belmiro— la acción de obrar de acuerdo a lo que él interpreta que la jugada demanda en el momento. Y puede equivocarse, claro que lo hace, pero no le interesa. Pide la pelota, la recibe, atrae rivales y comienza a jugar. En esa impredecibilidad radica lo acrisolado y cautivador de su juego. Con Neymar es y ha sido siempre imposible detectar la siguiente acción. Podrá ser un pase, una gambeta o una arrancada, pero tendrá la particularidad de sorprender al observador y frustrar al marcador. Como cuando en seis segundos, la noche del jueves, irritó primero a Renato Tapia con un extraordinario túnel, resistió sus agarrones y, ante la exasperada salida a la marca de Christian Ramos sembró una ruleta frente a él, y con la pelota todavía pegada al pie, dos rivales abatidos y la persecución de Aldo Corzo, prorrogó su baile hacia fuera del área hasta que lo estamparon por los aires.
Por otro lado, sus acciones han mutado hacia las de un futbolista que ya no (necesariamente) es sinónimo de electricidad al primer contacto. Sus gestos son, por lo general, apacibles. Y su cuerpo encierra la misma flexibilidad y plasticidad casi ficticias que mantenía cuando fulguraba en Copa Libertadores. No se fuga en velocidad si no tiene ganas; invita a que se la birlen. Como cuando un niño juega con sus amigos. Y se mueve poco, pero sus movimientos asemejan a los de un bailarín. Y corre poco, pero si parte luego de un angelical control podría con desenvoltura gambetear en velocidad y llegar hasta donde se lo propusiese. Todavía dispone de esa punta final de rapidez que utiliza como herramienta para escabullirse entre piernas enemigas tornándose microscópico, pisar la medialuna y decidir, expuesto a patadas impetuosas o agarrones bruscos. El mismo atrevimiento que lo diferenció en las calles.
En esta Copa América, además, vuelve a sacar a la luz su adicción a las paredes y combinaciones con sus compañeros, quitando validez a la creencia popular sustentada en que se trata de un jugador individualista. Toco y me voy o toco y me quedo para seguir combinando. Un futbolista increíblemente asociativo que ha sido paradójicamente etiquetado con el «exceso de» pero en cuyo espíritu y esencia siempre estará mejorar al colectivo. Desde su arribo a París, su fútbol ha tornado hacia este carácter. A día de hoy es prácticamente un mediocampista. Se llama acompañar el talento de una evolución mental más prolongada y paulatina.
Con este nivel de inspiración, difícilmente pueda alguna selección frenar a Neymar y por ende, a Brasil. No hay signos todavía de ningún puntapié ni pizarra que pueda derrotar tal impresionante grado de soltura, habilidad y talento. Porque puede que Brasil esté jugando un fútbol menos vistoso, más ordenado y menos relacionado con sus raíces y orígenes, pero cuenta con un genio entusiasmado y que entusiasma; inspirado y que inspira; motivado y que motiva. Dispone de una pieza que enriquece al resto, pero sobre todo, divertida y que divierte. Tite cuenta con Neymar en modo niño… ya veremos de qué es capaz el resto.