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Duró tanto que pareció eterno. Lo peligroso de lo rutinario es, precisamente, su carácter benevolente con el paso del tiempo, su aspecto amable, dócil, como de niño bueno que te abre la puerta y te dice buenos días. La rutina te mata porque te hace creer que es eterna. Y sí, lo rutinario es maravilloso, mucho más que lo extraordinario, porque lo segundo siempre existe porque antes codificamos nuestra vida en unos encuadres inamovibles, en un plano fijo que llamamos rutina. Sin ella, aquello especial no existiría. Y qué cómodos nos sentimos en ella, para qué engañarnos. Nos gusta, nos da una seguridad placentera. La marcha de Leo Messi ha obligado al culé a reconfigurar su rutina, a redescubrirla, entendiendo que en realidad no era más que lo extraordinario sostenido en el tiempo, un chicle irrompible, dulce y eterno.

Cuando Messi anunció entre lágrimas que se iba, que ya estaba, nada pasó porque no hubo tiempo. El fútbol tiene algo de cruel cuando no deja tiempo al duelo, y el inicio de La Liga obligó al FC Barcelona a tener que olvidarse de su propio dolor para tener que entrar en una espiral competitiva para la que no estaba preparado. En el Gamper los capitanes hablaron tristes, la gente solo cantaba Messi. Se jugó tan mal y se tocaron puntos tan bajos a nivel de juego, que no hubo tiempo de parar, de retroceder la mirada y entender que Messi ya no estaba. Aprender que Messi no está es como aprender a tener que dejar de decirle papá a tu padre y mamá a tu madre. Es ir contra lo natural, un intento inútil de reconfiguración del alma. Costó ( y sigue costando) entender que después de Messi no hay vida, sino otra cosa, algo mucho más tibio y blando, algo que, en definitiva, cuesta mucho más de mantener.

El Barça tiene que aprender a competir de nuevo, porque antes lo hizo con las cartas marcadas y ahora su baraja ya no ofrece ventajas. No te vale la cara de póker cuando el rival sabe que ya no tienes la mejor entre tus manos, y el equipo allí sigue, en un gesto fútil que rememora el pasado, un trazo nostálgico que inconscientemente ata al equipo y al club al dominio de Leo. A veces el equipo todavía juega como si Messi estuviera. Esperando la genialidad, el gol imposible. Son muchos años acostumbrados a que llueva oro sobre tu cabeza que ahora, cuando cae barro, uno se siente insultado, violentado por una situación que no entiende. Partidos como el del Alavés son espejos de tantos otros de los últimos años salvo la diferencia que suponía tener a Leo. Messi convertía potenciales suplicios en partidos aburridos, un aburrimiento dulce. Ahora el Barça vive en un Vietnam constante, y se ha quedado sin balas.

Jugar sin Messi es como besar al viento, sin unos labios a los que atender. Es triste. Decía Scott Fitzgerald que «Un escritor que no escribe es casi como un maníaco encerrado en sí mismo», y un equipo que no juega, sino que sufre, sería lo mismo, con el agravante que jugar es algo lúdico, divertido, y ahora es una sufridera constante. Se habla poco de la marcha de Leo porque no hablarlo es no recordarlo, y así la gente todavía mantiene la pequeñísima esperanza que en realidad es un erasmus y que en febrero regresará, recobrando la salud perdida del equipo.

No hablar de Messi no hace que no suceda, pero sí que creamos que duele menos de lo que realmente duele. Porque el Barça sin Leo Messi es algo más frío y desolado de lo que era antes. Y pensar esto es desagradable. En el fútbol Pos Messi no existirá la rutina, que no era más que la genialidad sostenida en el tiempo de forma engañosa. Solo existirá lo extraordinario, que en realidad ya no lo es, solo son golpes de efecto vacíos, efectistas, que nos generan un vacío enorme. Messi eliminó la rutina, se cargó los lunes solo para hacernos ver que en realidad los fines de semana son lo mismo, solo que ahora, él ya no está.

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Albert Blaya
Periodista. Escribo sobre fútbol y leo mucho.

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