Para un relato clínico de Andros Townsend, el niño maldito de Chingford

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Hay jugadores, o personas, mejor dicho, que llevan un relato encima, como una sombra, como una excusa para que su historia se muestre. La vida de Andros Townsend, su carrera profesional, muestra una cosa mientras bajo la superficie ocurre otra bien diferente. Porque a Andros se le puede resumir como el chico que cumplió su sueño, debutando con el club de su vida, el Tottenham, y luego con la selección inglesa, en Wembley, o como la carrera de alguien que luchó contra las adicciones, la pérdida, el rechazo y los infortunios. Y es que Townsend expresa, como muchos otros repartidos a lo largo y ancho del globo, que no es oro todo lo que reluce. Ni verdad todo lo que se muestra.

Criado en Chingford, una ciudad en el este de Londres, Inglaterra, dentro del distrito londinense de Waltham Forest, Andros Townsend comparte una condición común con deportistas de élite histórica, de Michael Jordan a Chris Paul, que funciona como una condena sobre los elegidos: la obsesión por superar al hermano mayor. En el caso de Andros, esa obsesión tomaba la forma de Kurtis Townsend, el mayor de los seis hijos de Troy Townsend y el único de una relación anterior.

Cabe recalcar que no se trata esto de una historia de mala relación, de envidia, entre dos hermanos, sino más bien de admiración profunda, de querer ganar a tu ídolo. Ambos compartían la pasión por el fútbol, criados en una casa desde donde la ventana del salón daba a un campo de entrenamiento del Arsenal y en la que ambos se retaban constantemente, pero Kurtis hacía valer su superioridad física, siendo ocho años mayor que su hermano pequeño, para vencerle.

«Todo lo que hago me consume por completo. Si me ganas al FIFA, jugaré FIFA sin parar hasta que pueda volver y aplastarte. Si me ganas al tenis de mesa o a los dardos, es todo lo que haré en mi tiempo libre durante un mes, hasta que pueda volver y aplastarte. Necesito ser bueno en todo lo que hago» expresa el propio Andros sobre él mismo, como un recordatorio de la necesidad de ganar constante que tiene y que nació en esos partidos en el patio trasero de su casa contra su hermano mayor.

Como un regalo divino, o como herencia sanguínea, que su padre, Troy, llegó a jugar en Millwall y Crystal Palace, resulta que ambos eran buenos. Lo suficientemente buenos. A los siete años, Andros ya formaba parte de la Academia del Tottenham, el equipo de su vida, del que creció siendo aficionado, mientras que Kurtis, con 15, estaba en las categorías inferiores del Wimbledon.

Sin embargo, las dificultades a la hora de ser profesional empezaron a interponerse y, a la hora de dar el salto, a Kurtis se le empezaron a cerrar las puertas. El Wimbledon rescindió su contrato y se encontró con 17 años en la calle, sin futuro en el fútbol profesional. Su padre, Troy, acudió a su rescate. Era el entrenador del equipo de fútbol no profesional Cheshunt FC. Le dijo a Kurtis que podía ayudarlo a convertirse en profesor de educación física y que había un lugar para él en el equipo de Cheshunt, donde el adolescente podría reconstruir su confianza hasta que estuviera listo para seguir su propio camino nuevamente.

El 15 de diciembre de 2001, el Cheshunt FC jugaba como visitante ante el Barton Rovers. Era una jornada de muchísimo frío y había habido heladas en los días previos, por lo que lo más seguro era que el partido se suspendiera. A última hora, una inspección en el terreno de juego dio luz verde al encuentro. Kurtis siempre viajaba a los partidos en el coche de su padre, pero, debido a las prisas de la noticia de última hora que les cogió desprevenidos, ese día fue en el coche junto a otros tres compañeros del equipo. Troy llegó el primero al estadio rival y se empezó a inquietar cuando los cuatro jugadores que viajaban en ese coche no llegaban. Al principio se enfadó creyendo que era un retraso. Empezó el partido, seguían sin llegar; acabó el partido, seguían sin llegar. En cuanto entró al vestuario, le dijeron que tenía que ir al hospital. Allí le comentaron la fatídica noticia. Había habido un accidente automovilístico. Kurtis era la única víctima. Tenía 18 años.

Para el pequeño Andros, de 10 años, la noticia tuvo un impacto emocional de proporciones gigantescas. No había perdido únicamente a su hermano mayor, también a su ídolo. Seguía en las categorías inferiores del Tottenham, pero, de nuevo a los 17 años, la edad que tenía Kurtis cuando le echaron del Wimbledon, las dificultades del profesionalismo empezaron a aparecer en su camino. A una escala menor que su hermano, porque no se quedó sin equipo, pero entró en una espiral interminable de cesiones que le llevó a nueve equipos diferentes (Yeovil Town, Mk Dons, Ipswich Town, Watford, Millwall, Leeds United, Birmingham, Tottenham, QPR) en un período de cuatro años. Como un mercado de nombres y carne que consume todo lo que aparece en su camino sin importarle las historias y las carreras que deja atrás.

Su primera experiencia en el fútbol fue, por tanto, en el Yeovil Town. En la tercera división inglesa en la temporada 2008/09. Llegó allí cedido junto a uno de sus mejores amigos en la cantera del Tottenham y, entre ambos, se alquilaron un apartamento minúsculo en un edificio encima de un bar. La casa no tenía ni cocina, así que ambos se alimentaban del establecimiento de abajo. Filete y patatas fritas era su dieta diaria. Entre la dureza del infrafútbol inglés y la mala alimentación, Andros era incapaz de aguantar la carga física que suponía un partido. Un defensa de su propio equipo le recriminó durante un partido que bajara a defender, pero Andros, con la lengua fuera, echando los higadillos, le mandó a pastar. En el vestuario, tuvieron que separarles cuando el defensa fue a pegarle, recriminándole sus palabras.

Los años y los clubes iban pasando, sin oportunidad para hacer amigos, establecerse en una ciudad, bajo un mismo sistema, con un mismo entrenador. En definitiva, sin poder brillar. En enero de 2011, el Tottenham le repescó de una infructuosa cesión en el Ipswich Town a mitad de temporada. De manera totalmente inesperada, en la ronda de la FA Cup que se disputa siempre el primer fin de semana del año, el equipo spur hizo rotaciones y Townsend fue elegido titular. Era un partido ante el Charlton Athletic y Andros abrió el marcador con un gran gol y fue elegido mejor jugador del partido. Por fin. Todo empezaba a encajar y podía brillar en el equipo de su vida.

10 días después, salía cedido al Watford. Apenas jugaría tres partidos en ese club.

Su vida era una rutina de viajes con gente desconocida para ir a partidos donde apenas jugaba. Una espiral de aburrimiento y soledad que despertó un viejo fantasma del pasado. Si su niñez se caracterizó por su obsesión por ganar, a lo que fuese, de repente, con 20 años, iba a descubrir un mundo del que es imposible salir vencedor: el de las apuestas.

Su búsqueda por querer ser el mejor, su perfeccionismo, le metió en verdaderos problemas. Llegó a perder, en una sola noche, 46.000 libras. Teniendo casos como los de Nicoló Fagioli y Sandro Tonali tan recientes, es posible imaginarse el infierno que vivió el hermano mediano de los Townsend en esos días, luchando contra un enemigo invisible, sin contárselo a nadie, perdiendo más dinero del que ganaba, teniendo que fingir normalidad cuando su mundo se caía a pedazos.

Finalmente, la federación inglesa le pilló. Sanción de 12 meses. Y, aunque esto pueda parecer una mala noticia, en realidad, utilizando sus propias palabras, «le salvó la vida».

Para el verano de 2013, ya con 22 años a sus espaldas, el Tottenham decidió probarle. Esa temporada iba a quedárselo. En realidad, quien tomó esa decisión fue el entonces entrenador del club del norte de Londres y una de las personas más importantes en la trayectoria de Andros: André Villas-Boas. Otra persona que le iba a ayudar mucho, sin saberlo, sin quererlo y sin meditarlo, iba a ser Gareth Bale.

Para ese entonces, hace ya una década, el galés Bale era uno de los mejores jugadores del mundo desde la posición de extremo izquierdo. La misma posición que Andros Townsend. Ahí, claro estaba, no iba a jugar, pero a Villas-Boas le gustaba tanto lo que veía de aquel escurridizo extremo en los entrenamientos que decidió probarle en la banda derecha, a pierna cambiada. Él siempre había jugado en la izquierda, pero fue como si, con ese simple cambio de banda, todo hiciera click. Y para Andros iba a llegar el sueño de su vida: ser un activo importante en la plantilla del Tottenham, con quienes disputó 25 partidos de Premier League en esa temporada 13/14.

En octubre de 2013 iba a llegar otra gran noticia. Inglaterra le llamó a sus filas. Cuenta Townsend que, en su primer entrenamiento con la selección, al ver a Wayne Rooney, se quedó mudo. Sin poder creerlo. Debutó ante Montenegro en Wembley y, como en su estreno con el Tottenham años antes, lo hizo con un gol. Las imágenes de la celebración de Andros, la euforia contenida, la rabia guardada, la pasión desatada, hielan la sangre. Esa noche, cuando llegó a su casa tras el partido, se echó a la cama y empezó a llorar. Pasó horas así.

Unos meses después de aquello, con Townsend en la cresta de la ola, con las redes sociales postulándole como una pieza importante para el futuro de la selección inglesa, sufrió una pequeña lesión en el tendón de la corva. Nada grave en principio, pero la recuperación se complicó y, para cuando regresó a los terrenos de juego, se dio cuenta de que había cambiado su forma de correr. La lesión le había limitado. Sin poder correr igual, tampoco podía jugar igual. Empezó el descenso a los infiernos de quien había estado rozando el cielo.

Lo más duro del fin de una era es que el implicado siempre es el último en darse cuenta. El mundo ya se había olvidado de Andros Townsend, que era incapaz de jugar como antes. Él no lo entendía. Por las noches, después de otro partido sin jugar, sin contar, caído en el ostracismo, a Andros le daban las tantas viendo vídeos en YouTube. Eran vídeos suyos, de su juego previo a la lesión, de su explosividad y ligereza en el cambio de ritmo. Y viendo a ese jugador, que para entonces ya era como un extraño, Townsend rompía a llorar.

El 4 de noviembre de 2015, habiendo participado apenas en tres ratitos esa temporada con el Tottenham, Townsend tuvo un altercado con el preparador físico del club. Una pequeña pelea. La institución decidió suspenderle de sus funciones. A las dos semanas, Mauricio Pochettino, entrenador del club, anunció en rueda de prensa que el castigo ya estaba cumplido y que Townsend volvía a la dinámica del primer equipo. Pero no volvió a jugar un minuto más con el Tottenham. Así salió del club de su vida.

Tras una pequeña estancia de media temporada en el Newcastle, iba a llegar al Crystal Palace, donde disputó cinco temporadas y, lo más importante de todo, logró continuidad y regularidad, participando en 36, 36, 38, 24 y 34 partidos de Premier League respectivamente. Un gol nominado al Premio Puskas incluido, en una improbable victoria en el campo del Manchester City de Pep Guardiola. Una versión más añeja de su juego, más pausada y cerebral, más global.

Tras acabar su contrato en el club londinense, iba a poner rumbo al Everton, pero, al término de su primera temporada en el club de Liverpool, el 20 de marzo de 2022, precisamente en un partido ante el Crystal Palace, Townsend se iba a romper el ligamento cruzado anterior. De nuevo las lesiones. De nuevo un impedimento en su carrera.

Estaría más de un año de baja, no volviendo a jugar ni un partido más con los toffees. Al término del pasado verano, acabó el contrato y quedó libre. Tras valorar algunas ofertas que no acababan de convencerle, llegó un club que sí lo hizo: el Burnley de Vincent Kompany, recién ascendido a la Premier League.

Participó en amistosos, estuvo varias semanas entrenando con los clarets y estaba buscando una casa en la que vivir, un colegio para sus hijos cuando, sin preverlo, llegando el final del período estival, llegó la llamada: el Burnley, finalmente, no iba a contar con sus servicios. Preferían centrarse en jugadores jóvenes, como Luca Koleosho o Zeki Amdouni, en lugar de en él. Al término de esa llamada, quedándose sin equipo a sus 32 años, Townsend volvió a estallar en lágrimas.

Estuvo los últimos días del verano esperando una llamada, a la desperada, que le valía casi cualquier cosa, solo con tal de volver a jugar al fútbol. Turquía y Arabia Saudí llamaron a su puerta pero, al final del día, las dudas sobre su estado físico tras la rotura de cruzado echaban a los equipos atrás. El verano acabó y Townsend no encontró equipo, quedando relegado al ostracismo, al oscuro vacío del olvido.

Estuvo entrenando en las instalaciones del Tottenham que, en un gran gesto, quiso reparar la relación con un jugador que pasó tantos años perteneciendo a la institución. Los días pasaban sin noticias hasta que, caída del cielo, la llamada llegó. Y era desde la Premier League. El Luton Town, recién ascendido que está intentando paliar la falta de experiencia en la primera categoría del fútbol inglés con los fichajes de experimentados jugadores como Tim Krul o Ross Barkley, le encontró un hueco en su plantilla. Y Andros no dudó en aceptar.

Debutó el pasado 21 de octubre en un encuentro ante el Nottingham Forest. El pasado 23 de diciembre, 22 años y ocho días después de la muerte de su hermano, Townsend volvió a marcar un gol en la Premier League, un gol que sirvió para una vital victoria ante el Newcastle en la lucha por la permanencia. La celebración, con el puño arriba expresando rabia, sirvió para sacar del olvido a quien la historia había parecido enterrar.

Tras una carrera recorriéndose el mapa inglés de punta a punta, habiéndolo conocido y siendo testigo de todo, la carrera de Andros Townsend dignifica como ninguna otra la resiliencia de quien siguió encontrando motivos para seguir entre tantas excusas para dejarlo.

Hugo Marugan
Hugo Marugan
Fútbol. Para disfrutarlo, para aprender y para contarlo.

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