El juego llega a expresarse de manera fluida a partir de complementariedades. Muchas de ellas son forzadas por los entrenadores en cuanto a movimientos y trayectorias lineales para arrastrar rivales, crear superioridad numérica o dejar a determinado jugador en superioridad posicional. Sin embargo, las mejores son aquellas que nacen de manera orgánica. Es decir, fruto de las interacciones que se pueden dar dentro de ese sistema de relaciones. Esas que sin la necesidad de influencia externa, emergen por el simple hecho de acercar a algunos jugadores y alejar a otros.
Esto es algo que Gerardo Martino descubrió desde el principio con la selección mexicana, donde vio en Raúl Jiménez, Henry Martín y ahora en Rogelio Funes Mori el complemento perfecto para todos los jugadores de segunda línea, y viceversa. A su vez, vio en esos mediocampistas y mediapuntas, el complemento perfecto para estos perfiles de centro delantero. Si pudiéramos diferenciar los comportamientos más significativos del actual equipo azteca con el anterior comandado por Juan Carlos Osorio, podríamos empezar por cómo ocupan los espacios.
Mientras que con el entrenador colombiano buscaba fijar al rival en zonas altas y atacar en espacios más reducidos, con Martino es todo lo contrario: se busca atraer al rival hacia propio campo e inclusive portería para después acelerar el juego encontrando un “hombre libre” o activando a un jugador adelantado que pueda sacar ventaja de su posición. Ante situaciones distintas, futbolistas diferentes. Mientras que en el ciclo anterior había más pases laterales o, mejor dicho, el balón circulaba más sobre el eje horizontal del campo -ejemplo de ello eran los constantes cambios de orientación de izquierda a derecha-, se necesitaban elementos que en espacios reducidos pudieran crear oxígeno.
Es por ello que Javier Hernández fue una pieza fundamental para Osorio, ya que es un delantero que crea caos a partir de la variedad de movimientos -explosivos y en corto- que tiene para amenazar a los centrales. Sin embargo, en el contexto de juego actual, la mayoría de los pases son frontales y al espacio, no tanto al pie. Y pese a que la tipología de pase nos da información sobre cómo llega México a zonas altas, no es suficiente hasta que vemos a quiénes van dirigidos esos envíos. De ahí la presencia de Jiménez, Martín y Funes Mori, quienes por pura presencia y sin necesidad de tanta variedad de movimientos descienden y flotan entre líneas para sacar a los centrales de su zona. Así crean vacíos que son oro puro para los Lozano, Antuna, Herrera, Gutiérrez, Pizarro, Jonathan Dos Santos, Alvarado, entre otros.
Es decir, los centros delanteros para Martino son benefactores, no beneficiarios. Ahora bien, si los centrales rivales no persiguen al punta mexicano, éste tendrá la oportunidad de conectar con el juego y, posiblemente, como hemos visto en muchas ocasiones, descargar con un tercer hombre que, al tener el campo de frente, podrá lanzar a algún compañero bien ubicado o alargar la posesión para reiniciar el juego o encontrar otra ruta de ataque. El plan de México va orientado a no ocupar zonas altas del campo, sino que llegue a ellas corriendo, esto con la finalidad de satisfacer las características propias de sus mejores jugadores. O sea, los interiores y mediapuntas, quienes disfrutan de tirar desmarques y atacar metros vacíos. De ahí que los nueves no sean tradicionales -si es que eso existe-, fijen centrales y sean la principal referencia para finalizar dentro del área.
Si ellos cumplieran con las exigencias y comportamientos predeterminados y rígidos que domina la narrativa deportiva, sería imposible ver a esos mediocampistas llegar con tanta superioridad a zonas de finalización – y, por ende, registrar las cuotas goleadoras que tienen durante esta era-, ya que no existiría ese espacio a penetrar. Además, hay algo mucho más importante: esos jugadores no estarían expresando lo que son, sino que estarían encapsulados en un contexto limitante que les obligaría a simular conductas que naturalmente no sienten, algo que repercutiría en el rendimiento individual y global.
Si algo nos enamoró del juego es su altísimo grado de libertad, plasticidad y flexibilidad, ingredientes que dan pie a que cada integrante logre jugar a su manera y que, interactuando con los demás, surjan las sinergias necesarias que permitirán la auto-organización de ese sistema. Ante esto, es imposible tener fórmulas perfectas, comportamientos predeterminados y, sobre todo, rigidez absoluta. Eso sería reducir el juego a un tablero con fichas inertes.