Por: Andrés Araujo (@Andraujo)
Ya nos hacía falta una guerra civil en casa, me escribió mi papá en cuanto Pumas anotó el penal en Pachuca que los certificaba como equipo de liguilla y, también, siguiente rival del Cruz Azul. Guerra civil no es, en este caso, una hipérbole. Alguna vez nos sentamos los tres: mi papá, mi mamá y yo, en el graderío del Estadio Azul. Cruz Azul contra Pumas, jornada cualquiera, 2005. «Nada más no se estén gritando los pinches goles en la cara», dijo mi mamá a dos o tres segundos del silbatazo inicial. A los pocos minutos, el Chelito Delgado buscó centrar y erró: le salió un gol antológico; Bernal no supo ni por dónde. Lo primero que me advirtieron que no hiciera fue lo primero que hice.
Ya no sé, a estas alturas, qué implica ser del Cruz Azul. Sería fácil volver a la retahíla de sufrimiento, tragedias y desvaríos, pero algo se modificó en mayo de 2021. No sé si la muerte de Menotti me puso el corazón sentimental, como diría Joan Sebastian, pero lo que me tiene del todo conquistado es el juego propuesto por Martín Anselmi. Que un tipo alejado del clásico carrusel de entrenadores mexicanos, otrora periodista deportivo, lleve las riendas del club haciéndolo jugar bien y bonito es algo que colinda con el milagro. Da gusto ver al Cruz Azul. El equipo volvió, además, al Estadio Azul, un inmueble tan cómodo como funesto. No hicimos caso al mantra sabinero (al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver), quizá porque ni siquiera tenemos claro si fuimos felices. Fuimos, sin embargo, y eso es un montón. El equipo del que me enamoré dándole la espalda a toda mi familia no se entiende sin el Estadio Azul y su invencible horario de las cinco de la tarde.
Juego bonito, regreso a casa, encontronazo con los Pumas. Esto apesta a tragedia. Comenzaba el párrafo anterior diciendo que sería fácil volver a la retahíla de sufrimiento, tragedias y desvaríos, y suplico se me perdone tirar el volantazo en, precisamente, la salida fácil. El Cruz Azul contra Pumas, como partido, como concepto, representa mi infancia. Ahora, además, realizo un sueño de infancia: vivir frente al inmueble. Desde que vi anunciado en internet un departamento cuya ventana tenía vista al mar (o a la Puerta 19 del Estadio Azul, que es lo mismo) metí todos mis libros en bolsas del súper. Para entonces trabajaba en la UAM-Xochimilco. ¿Por qué quieres vivir aquí, entonces?, preguntó el casero. Algo le inventé: quizá la zona, el barrio, el Metrobús. Para decirle la verdad habría tenido que despatarrarme en un diván.
Ahora voy sintiendo poco a poco las pulsaciones en días de juego. Esto, el domingo, será zona de guerra. Me encantaría ver esto desde una perspectiva objetiva; elaborar un análisis futbolístico; encontrar significaciones también en la derrota; esperar no más que un buen juego. Perdóname, Menotti. Ser del Cruz Azul, sin saber muy bien qué implica, es algo que cargo todos los días. A veces ni yo me entiendo. Descubro, sin embargo, que sonrío como acto reflejo cuando, enfundado en una camiseta del equipo, me encuentro en la calle a alguien que comparte la causa. Me sonríe de regreso. Yo no sé si a los aficionados de todos los equipos les pasa, pero hay una suerte de abrazo implícito: un aquí estamos, aquí somos, hemos aguantado y aquí estamos. Estamos porque fuimos, estamos porque somos. Somos recuerdos. Somos un Estadio. No le voy al Cruz Azul, sino que soy del Cruz Azul. La afinidad devino, de pronto, en pertenencia.