El corazón de Mikel Arteta no dudó ni un segundo en aceptar la oportunidad de entrenar al club de su vida. Su cabeza, más tarde, le recordó que el reto era mayúsculo y de alto riesgo. Darle continuidad a todo aquello asimilado junto a Pep Guardiola en el Manchester City no era nada sencillo, pero estaba ante la oportunidad ideal para poder hacerlo. Volver a casa y acrecentarse como icono o ensuciar en la memoria de sus adeptos su paso futbolístico. Justa o injustamente, se trataba de un cara o cruz.
Arteta encarna la imagen que mejor se asemeja al club que representa. Quizás, los aspectos que menos se tienen en cuenta, en ocasiones, suelen ser los que mejor permiten construir con base a unos cimientos sólidos. En un mundo del fútbol marcadamente nómada donde impera la inmediatez, debido a la rapidez con la que se adjudica fecha de caducidad a los proyectos, la estabilidad es un bien preciado. El Arsenal venía, pocos años atrás, de una larga “etapa Wenger”, lo que conllevaba continuidad en lo que al “hacer” se refiere. La consecuencia lógica era “dormirse en la costumbre”, que decía Miguel de Unamuno. Todo cambio posterior a eso podía generar incomodidad, pero no por desconfianza sino por desconocimiento.
Por otra parte, la necesidad de recuperar el control de los aspectos más básicos en la institución londinense era fundamental. Y ya no de cara a la galería, sino más bien con la intención de revitalizar «lo propio». En este sentido, el Arsenal, durante un tiempo, mermó su propia imagen hasta el punto de creérsela y aceptarla como una habitual y monótona normalidad. Se encerró en la idea de que ya no era, de que su tiempo pasó, de que sus años en el apogeo habían terminado y quedado en meras memorias a las que, recurrir, generaba un profundo dolor.
Como, de forma muy acertada, comentó Leonardo DiCaprio en Inception; “ninguna idea es simple cuando se necesita implantarla en la mente del otro”. Ni más ni menos. Mikel necesitaba margen, paciencia, pero, por encima de todo, ser comprendido. Forjar un reflejo con el que sentirse identificado mediante una estructura diseñada, pieza a pieza, a su imagen y semejanza. La construcción a medio-largo plazo era una convicción tan válida como necesaria, sin embargo, lo que no estaba previsto, a día de hoy, era que precisamente aquellos destinados a dominar los próximos años bajo los colores «gunners», tomarían las riendas en el corto plazo para acelerar sus periodos de crecimiento, tanto individual como colectivamente. La plantilla más joven de toda la Premier League ha decidido no mostrarse como tal y adquirir un carácter y personalidad indomables e impropios de su edad biológica.
Mediante un trabajado 4–2–3–1 (seguramente con la intención de mutarlo al 4–3–3 en un futuro no muy lejano), el técnico español ha conformado un árbol que, pudiendo tambalearse en ocasiones, ha encontrado una estabilidad competitiva que anhelaba desde hacía tiempo. Los primeros 45′ ante el City de Pep en el Emirates, o la segunda mitad ante el Liverpool en Anfield (de FA Cup), resistiendo con diez jugadores a una marea de talento ofensivo, lo corroboran. El equipo, al fin, conoce, domina y practica un plan a trazar. La clarividencia con balón se traduce a una feroz agresividad cuando no lo tiene, y el ataque posicional esconde una capacidad de contraatacar al espacio si las circunstancias lo requieren.
Hace pocos días, Jürgen Klopp pronunció la siguiente frase en Rueda de Prensa: “Todo lo que hacemos es a largo plazo. Este club debe ser aún mejor cuando esté sin mí”. Si bien no se trata del mismo caso, la filosofía de cimentar más allá de presencias es determinante. Al fin y al cabo, Arteta está construyendo algo por encima de su figura. El día que, por la razón que sea, su etapa en el Arsenal llegue a su fin, quien le suceda heredará un legado que abarca presente y, sobre todo, futuro. Actualmente, en todo ámbito profesional, se demandan resultados inmediatos, sin embargo, el proyecto que persiste los ofrece junto a la garantía de que perdurarán en el tiempo. Y eso, no hay premura que lo pague.
Texto escrito por Kako Alonso Vilardebò