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Mi padre, como gran aficionado al cine, siempre ha sido una de esas personas que dice que las segundas partes nunca fueron buenas. Y servidor, como todo se pega menos la hermosura, ha acabado llegando a la misma conclusión, guardándome un “casi siempre” por si alguna vez volvemos a presenciar un Milagro de Estambul. Porque llevarle la contraria a tu padre con pruebas fehacientes que acrediten tu razón, mola casi tanto como ir de panenkita y decirle a tu tío en Nochebuena que Vanaken no tiene nada que envidiarle a Soucek, por mucho que se vaya a pasar toda su vida jugando en la Jupiler Pro League. Pero si tu padre tiene razón, cosa que pasa a menudo, no queda otra que asentir mínimamente con la cabeza e ir ipso facto a preparar más canapés a la cocina, cruzando los dedos para que haya sobrado más salsa de esa que se inventó la abuela con media docena de ingredientes random que tenía por la nevera. Eso sí es una lección de panenkismo, sin sacar tanto pecho, capaz de hacer que los del ternasco le echen un poco del menjunje por encima a la carne. Pero a lo que vamos, que nos desviamos.

Las segundas partes no suelen ser mejores que las primeras, porque el primer impacto es aquel que perdura con un mayor encanto. Por lo mismo que no puedes pretender que los millenials nos creamos que Maradona fue mejor que Messi, por mucha razón que suelan tener los baby boomers. Y ni hablar ya de cuando la Generación Silenciosa de tu abuelo tira el nombre de Di Stefano en la conversación. El ser humano tiende a idealizar lo primero que vive. Y, por eso mismo, es lógico que quienes nacimos al fútbol en aquella final de Champions League de 2005, tengamos pánico de ver los primeros pasos de Steven Gerrard como estratega de una Premier League donde, al lado de nuestro menjunje, hay caviar, ostras y filet mignon. El sentido de pertenencia no se cuantifica en dinero, en ese sentido podemos estar tranquilos, pero la calidad ya es otra película. Y si ya de por sí es prácticamente imposible que el eterno capitán Red supere vestido de traje lo que fue de corto, en este momento que vive el fútbol inglés y el Liverpool FC –todos sabemos que acabará sentándose antes o después en el banquillo local de Anfield Road–, tus deseos pasan a ser utopía pura y dura. Pero tenemos un par de clavos ardientes a los que agarrarnos. El primero, dado que Steven es más de jersey que de traje. Y, el segundo, porque tanto en su etapa al frente del Rangers FC, como en sus primeros pasos dirigiendo al Aston Villa, su identidad y competitividad es irrebatible.

Como cabría esperar, Stevie G ha implantado un estilo reconocible con un equipo de media tabla en Inglaterra, algo meritorio. Pero lo llamativo aquí es que lo ha hecho con una propuesta bastante anacrónica con el fútbol de hoy en día. En tiempos donde nos duele la boca de tanto decir que la profundidad se consigue después de la amplitud, esa no es ni por asomo una de sus premisas fundamentales. Su equipo, organizado en 4-3-3 o 4-3-2-1 (también conocido como árbol de Navidad, por irse haciendo cada vez más estrecho de abajo a arriba), carece de extremos. Como mis formaciones en un antiguo Fifa, aquel donde yo debía ser el único que no sabía cuál era el botón de los chetocentros, ni cómo atacar haciendo protagonistas a mis extremos una vez me instalaba en campo rival. Quizá a él le pasase algo parecido en la realidad.

Los ataques del Aston Villa se basan, mayoritariamente, en verticalizar y permutar a unos delanteros que ocupan los tres carriles interiores del campo. Y tampoco es un equipo que defienda desde la presión alta, otra cosa que cada vez es menos frecuente, sino que lo hace más desde un bloque medio muy compacto, que solidifica los pasillos centrales, dejando poca distancia de relación entre sus piezas, y que donde mayor tiempo-espacio cede es por fuera. Los rivales con laterales, carrileros o extremos abiertos e incisivos, véase el propio Liverpool de Klopp o el Manchester City de Guardiola, son los que más daño deberían hacerle. Su antídoto. Y nada más cerca de la realidad, porque estos dos equipos son los únicos que han conseguido vencerle en sus seis primeros partidos como técnico de Premier League. El resto los cuenta por victorias.

En cualquier caso, aún es pronto para sacar conclusiones. Pero lo que parece una realidad es que Mr. Liverpool se identifica con este estilo de fútbol, porque no dista mucho de lo que fue su Rangers FC, más allá de que en la Scottish Premiership estaba obligado a ser mucho más propositivo, ya que se convirtió en el rival a batir. Y en estas primeras semanas de la mano de los Villanos, “el plan”, más allá de sus intérpretes, ha sido el mismo para medirse a los hegemónicos que para recibir o visitar a Norwich City, Brighton & Hove Albion, Crystal Palace o Leicester City. Identidad, fe en una idea que está potenciando a muchas de sus piezas.

Si los centrales, especialmente Tyrone Mings, destacan defendiendo de cara con fricción de por medio, trata de evitar que tengan que competir a campo abierto. Si su tridente en mediocampo; conformado por McGinn, Douglas Luiz, Nakamba y/o Jacob Ramsey tiene la capacidad de acelerar y lanzar transiciones que los Watkins, Buendía y un acompañante de lo más variado aprovechen con espacios que atacar, trata de rentabilizarlo sorprendiendo a unos rivales descolocados tras pérdida, sin perder ellos demasiado orden. Y si la jugada demanda poner cebos para que el adversario pique, se estire y exponga a sus centrales, lo hace tratando de que le presionen para progresar verticalizando en corto o largo, en vez de asentarse en campo contrario.

Las dinámicas se las lleva el viento, pero las buenas propuestas suelen perdurar. Y esta idea, por pragmática que parezca, casa bastante con los perfiles que tiene en plantilla. Gerrard no la negocia y su equipo es muy incómodo para los mediocentros, interiores o mediapuntas rivales, a quienes limita tratando de que no reciban. Y, si lo hacen, que sea sin tiempo y espacio para pensar. De formación profesional. Quizá el mayor «pero» esté en sus laterales, quienes con Dean Smith rindieron mejor siendo carrileros largos y punzantes, con presencia ofensiva y defensa más expeditiva, que pasando la mayor parte del tiempo defendiendo en campo propio. Pero se percibe que hay ajustes, como que un centrocampista descienda a la altura de los centrales –lateralizado o entre ellos– a la hora de atacar, para que Matty & Matt (Cash y Targett) puedan proyectarse, aprovechando que no hay extremos al uso.  Las bandas de este Aston Villa, tanto en ataque como en defensa, son una zona de tránsito. Donde se llega, pero no donde se espera. Porque si el Villa de Capitain Fantastic tiene una seña de identidad, es la de un equipo solidario y coral, que busque imponerse en partidos de centro. Steven Gerrard, como si en su otra vida hubiese sido un mítico centrocampista que hacía de todo, se tomó al pie de la letra aquello de que “los extremos nunca son buenos”.

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Iñaki María Avial
Periodista · 1997 · España | Kaká me enseñó desde San Siro que en el fútbol la magia importa, Gerrard se fue a Estambul a confirmarme que la mentalidad prevalece. También soy `Chiellinista´. Delante de un micrófono, como dijo Michael Robinson, "estoy muy ocupado, pero no siento que esté trabajando".

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